En el texto anterior exponía cómo la función de mediación entre
los intereses generales y los individuales que correspondía al Estado ahora la
realiza, de facto, la mercancía, provocando un radical cambio de la función
social que hasta ahora han desempeñado los profesionales universitarios. Dicho
de otra manera, donde antes había ciudadanos, ahora sólo cuentan los agentes
económicos (y por lo tanto los individuos sólo en tanto sean productores y/o
consumidores: los que entran en las cuentas).
La crisis de los
profesionales, la profunda e irreversible crisis, en especial la que afecta a
los arquitectos, se debe tanto a un hundimiento de la demanda de sus servicios
como a la disolución de su estatuto social y su desaparición como profesionales
semiautónomos.
La enorme demanda debida a
la burbuja inmobiliaria permitió que muchos trabajáramos: hubo años en que
todos teníamos encargos y elegías trabajar por tu cuenta o en relación de
dependencia. Para muchos el camino natural era ejercer bajo el paraguas de otro
arquitecto, aprender el oficio y luego independizarte.
La competitividad --doctrina
suprema del actual sistema socioeconómico-- exige la desaparición de las cláusulas
de ejercicio exclusivo de los saberes. Entonces la aportación de los
profesionales en la cadena de valor es capturada por las empresas como un eslabón
más de un proceso enteramente comercializado, asumiendo el control integral
como resultado lógico.
Esta cadena compuesta por
eslabones que han colonizado las profesionales, con especial empeño en aquellas
que generan riqueza, tiene también el agregado de completar estos engarces con
muy diferentes tipos de intermediarios que durante el proceso van creando
necesidades ficticias pero que --bajo la supuesta supervisión de las tareas y
en beneficio del cliente/promotor-- se erigen en garantes del buen hacer, así
aparecen los Project Managers,
muchas veces sin ninguna formación específica pero prometiendo salvaguardar la
limpieza y perfecta organización del proceso. Este mismo rol lo llevan adelante
inmobiliarias e incluso despachos de abogados quienes tutelan la cúspide de la
pirámide ya que suelen ser el primer contacto con el cliente/promotor, cuando
acude a ellos por cuestiones de titularidades y escrituras.
Esta misma descripción se
puede atribuir a los casos de gestión urbanística, donde obviamente por las
propias características del método para poner suelo a la venta, la posibilidad
del enriquecimiento se vuelve exponencial.
Sólo los profesionales que
dispongan de un recurso específico que más abajo se menciona, o un importante
capital económico, podrán competir con las empresas que cubran la integridad o
parte importante del ciclo inmobiliario (desde la obtención de la licencia
hasta la construcción, incluyendo papeleos varios, pues a los clientes se les
ofrecerá soluciones completas «llave en mano»). En ese contexto las empresas de
arquitectura podrán aprovechar la tendencia general a externalizar servicios
especializados por parte de otras empresas relacionadas con el negocio
inmobiliario.
Una minoría de arquitectos
se convierten en empresarios, lo cual se confirma cuando vemos que su trabajo
se centra cada vez más en organizar el desempeñado por otras personas y en las
relaciones con el amplio conjunto de instituciones, empresas y agentes
implicados en la promoción inmobiliaria, incluyendo la oscura labor de «conseguidor»
por sus conexiones con el estamento político. El capital social es precisamente
ese recurso especial, que ahora sustituye como medio de producción principal al que antes teníamos los
profesionales, es decir los conocimientos y competencias específicas.
A quienes no dispongan ese
recurso –las mencionadas relaciones-- les será cada vez más difícil mantener su
autonomía económica y profesional. O bien serán asalariados de los
arquitectos-empresarios –o de empresas comerciales--, o bien empleados en la
administración pública.
La polarización mencionada
no puede tener mejor confirmación que la actual decadencia de los colegios
profesionales (según una encuesta promovida en el año 2013 por el Sindicato de
Arquitectos, el 37% de los arquitectos no están colegiados[1])
y la aparición de agrupaciones sindicales de clase, que es la manera en que los
trabajadores han conseguido defenderse desde hace mucho tiempo.
Pero mucho mejor ejemplo de
lo que significa el capital social, al que hemos calificado como medio de producción, es el de la obra pública,
que junto a la actividad de edificación, mayor impacto ha tenido en el
territorio, además de una gran responsabilidad en la crisis española. Es muy
probable que el esplendor de los grandes empresas de obras públicas españolas
(fundamentalmente el oligopolio integrado por ACS, Acciona, FCC, Ferrovial,
Sacyr-Vallehermoso y OHL), que controlan el mayor de los presupuestos en la
inversión del Estado, y que por añadidura ha sufrido pocos recortes[2],
se deba en gran medida a los estrechos e históricos vínculos entre todas las instancias
implicadas en la promoción o gestión de las infraestructuras públicas: por
supuesto el ministerio y las consejerías correspondientes, las empresas
constructoras, pero además los colegios de Ingenieros de caminos, la Universidad, así como los
laboratorios y centros de auditoría técnica. El que la crisis apenas les haya
afectado muy probablemente también se debe a que forman un espacio muy alejado
de los ciudadanos.
La falta de trabajo digno
obliga a explorar salidas laborales inéditas. Esto representa a la vez un
acicate para el trabajo creativo y autónomo (aunque siempre ejercido en difíciles
circunstancias) y un peligro. De un modo muy similar a como se producen, por
ejemplo, las fases preliminares de la gentrificación, en que la bohemia artística
y cultural crea valor y atracción para otras capas sociales en ciertos barrios
deprimidos, aunque con intensa vida social, y, por supuesto, prometedores en
cuanto la captura de las rentas del suelo debidas a su buena posición en el
entorno urbano. Es casi inevitable que así suceda, tanto en lo que respecta a
la rehabilitación material de edificios deteriorados como en el plano de la
misma profesión, al alumbrar nichos de trabajo nuevos.
Un caso paradigmático ha
sido el esfuerzo por idear, ensayar y poner en marcha soluciones constructivas
ahorradoras de energía y respetuosas con el medio ambiente, que al final han
favorecido eso que se llama capitalismo
verde, con la misma explotación laboral de siempre y que en muchas
ocasiones es poco más que una estrategia de marketing. Esto en relación al
contexto social, pero lo mismo ocurre en cuanto al efecto de las propias
tecnologías, debido a que operan bajo el paradigma maquínico-ideológico del BAU
(business as usual): desde que W. S.
Jevons[3]
estudió el caso del carbón en Inglaterra se sabe que las mejoras tecnológicas
relativas a los procesos energéticos incrementan el consumo de la energía,
debido principalmente al dinamismo de expansión indefinida que caracteriza al
capitalismo.
Pero también suponen la
oportunidad para empezar desde otros lugares que no sean los que ya se
encuentran bloqueados (mejor sería decir cercados,
como propiedades privadas de grandes propietarios, que efectivamente son). La
crisis ha deparado la relativa sorpresa de una paradójica abundancia de
recursos ociosos o despilfarrados. Empezando por la enorme cantidad de
edificios sin uso, tanto de propiedad pública como privada, así como de
edificación antigua infrautilizada. Hasta el punto de que suscite la hipótesis,
nada descabellada, de que en realidad ya no hace falta construir más, sino
recuperar, reparar, reutilizar lo existente, y, claro está, rehabilitar los
edificios deteriorados. Eso junto con la tarea que parece cada vez más
necesaria: demoler, despejar, restablecer el territorio y reparar los daños
infringidos.
Algo parecido ocurre con los
equipos y las herramientas, es muy posible que el enorme parque de medios esté
ahora oxidándose en los almacenes. Por otro lado está una pareja magnitud de
fuerza de trabajo, gente en el paro o con empleos en condiciones económicas y
laborales indignas.
Un ingente trabajo al
alcance de todos esos recursos inutilizados, y generador de mucho empleo. Pero
hablar de todo esto no deja de ser cotorreos sobre obviedades que nada resuelven.
Todos sabemos que existe una masa impresionante de recursos, cuyo
aprovechamiento tropieza con dos obstáculos al parecer insalvables. Uno de
ellos es el dinero, sobreabundante pero sometido a la lógica implacable de la
acumulación y concentración sin fin mediante la escasez artificialmente
producida.
El otro impedimento es, si
cabe, más grave por ser el factor decisivo, del que depende todo lo demás,
incluyendo el asunto del dinero. Se trata del modo en que hacemos las cosas:
parece claro que sabemos qué hay que
hacer, pero mucho más difícil es saber cómo
hacerlo. Y sin embargo ahí los recursos no solamente son abundantísimos (como
muestran los numerosos ejemplos de experiencias innovadoras, así como la
certeza de que existe una enorme creatividad en la gente más joven) sino que
constituyen un auténtico bien común. Es, ni más ni menos, el maravilloso procomún
de los saberes y de la inteligencia.
Sin embargo la
actualización de esa inmensa potencia requiere de una condición absolutamente
necesaria.
Fácil de
adivinar es que nos referimos a nuestra trama de relaciones, al lugar,
intangible pero cierto, que vamos construyendo entre todos: es el «entre» del
que se hablaba en el anterior texto.
A lo largo de
estos textos se ha venido denominando recurso,
medio de producción y también capital social. Pero al hacerlo de este
modo asalta la duda de si, al emplear estos términos, típicos de la
pseudociencia económica, pudiéramos reducir y empobrecer lo que significa la
dimensión social e incluso territorial a lo puramente económico, incurriendo así
en el modo de pensar del que justamente deseamos liberarnos.
Existe un exceso
de sentido, un plus de significación en relación con el lenguaje economicista
(que hablándolo nos habla), un exceso no cuantificable, que es lo propio de la
vida en común como creación continua.
No sólo respecto a nuestros colegas profesionales, también respecto a los
usuarios de nuestro trabajo, y más allá, al mundo entero.
Ese es nuestro poder.
Ese es nuestro poder.
En Málaga, 17 de marzo de
2014, Eduardo Serrano y Alicia Carrió
[1]
En http://sindicatoarquitectos.es/descargas/iii-estudio-laboral-arquitectura-sarq-2013.pdf
[última
consulta 27 de febrero de 2014]
[2]
Datos en la página 116 de: SEGURA, Paco. Infraestructuras de transporte, impacto territorial y crisis. En Observatorio
metropolitano de Madrid (editores). Paisajes
devastados. Después del ciclo inmobiliario: impactos regionales y urbanos de la
crisis. Descargable en http://www.traficantes.net/sites/default/files/pdfs/Paisajes%20devastados-Traficantes%20de%20Sue%C3%B1os.pdf
[última consulta 27 de febrero de 2014]. Madrid: Traficantes de sueños, 2013
(p. 77 a 122)