En
el momento presente hay tres movimientos sociales pujantes, la marea blanca (sanidad),
la marea verde (docencia) y la Plataforma de afectados por las
hipotecas, la PAH. En las dos primeras se está dando un proceso muy
interesante de acercamiento entre las personas a las que se destinan las
prestaciones de salud o la enseñanza y los profesionales de cada ramo. Pero
esto no acontece en el caso de los arquitectos y demás profesionales
relacionados con la vivienda. Y eso a pesar de que su situación laboral por el
hundimiento de la actividad inmobiliaria es peor que la de los sanitarios y
enseñantes.
La
crisis de estas y muchas de las demás profesiones de grado universitario es
irreversible, todas tienen parecidas causas, debido a que su estatuto social
está disolviéndose.
Nuestra
profesión, tal como la conocemos todavía hoy, tiene sus orígenes en las
iniciativas que los Estados borbónicos emprendieron hace casi tres siglos. Dos
importantes principios básicos han perdurado hasta hoy: el que los beneficios
del saber arquitectónico llegaran a toda la población; y la consiguiente
necesidad de que toda edificación cumpliera con los preceptos de la
arquitectura, por lo que debería contar con el correspondiente aval de los que
poseen dicho saber. De ahora en adelante el conocimiento de dicho saber no se
adquiere por transmisión de los que lo hubieran practicado en cada localidad,
sino mediante su enseñanza reglada y centralizada (en Madrid), impartida por
los miembros de la Academia.
El
Estado burgués hizo suyo este programa. Así se aplicó en controlar la actividad
arquitectónica mediante un cuerpo de profesionales que ostentarse en exclusiva
la facultad de decidir sobre aspectos cada vez más minuciosos de la habitación
de las gentes, sirviendo al modo de órganos descentralizados del Estado. Como
consecuencia los arquitectos han venido desempeñando como intermediarios en
diversos ámbitos (lo que también caracteriza a muchos de los titulados
universitarios), que se corresponden con tres tipos de relaciones.
En
primer lugar en el interior de su disciplina o saber: el acoplamiento entre
teoría y práctica, entre lo que se dice que deben ser las cosas y lo que
efectivamente se hace, entre las ideas y el mundo real, entre conocimientos
tecnológicos y la conformación física del espacio habitable.
Si
ahora consideramos su función social, vemos otra mediación, entre lo público y
lo privado, que se manifiesta como ajuste entre las disposiciones de obligado
cumplimiento para preservar el bien general y la conveniencia de los usuarios.
Pero esa relación entre Estado y ciudadano es antecedida desde mucho antes por
otra diferente, la que introduce el promotor particular, debido a que la
vivienda es también una mercancía desde antiguo. E incluso desde una orientación
reformista social se le adelanta, en el caso del alojamiento para la clase
obrera, con fórmulas que tendrán fuerte influencia en la arquitectura. En
realidad la vivienda rara vez ha dejado de ser una importante pieza estratégica
al servicio del poder económico, aunque haya sido promovida por los poderes
públicos. Durante un tiempo largo el arquitecto ha ejercido una función
mediadora específica, en lo que respecta al habitar, entre las instancias de
poder, político o económico, y los usuarios. Él mismo pertenece a la clase
media. Sin embargo, a medida que más partes de la disciplina de la arquitectura
son codificadas para su gestión rutinaria por parte de las empresas, la
posición de mediador social del arquitecto decae, a la vez que se precipita hacia
la precariedad laboral social.
En
tercer lugar, y de ahí la legitimidad social que ha podido tener esta
profesión, los arquitectos se han presentado como lo profesionales capacitados
para que los espacios habitables respondan adecuada y dignamente a las
necesidades de las personas en tanto que habitantes. Expertos, por tanto, en un
rango importante de satisfactores de necesidades humanas.
Para
que exista una mediación antes se ha habido producir una separación, aunque el
agente mediador se presente como benéfico (y sincero muchas veces) vector de
conexión. Y resulta que nuestra profesión se ha edificado sobre esa
separación-conexión entre espacios y necesidades. Por imperativo legal los
arquitectos titulados han detentado en exclusiva la facultad de mediar entre
los usuarios y la arquitectura como hecho físico; se trata del elemento que con
fuerza de ley ha protegido su particular poder, siempre justificado por la
posesión de un saber especializado y socialmente necesario.
Pero
existe otro factor, no jurídico, que contribuye a que esa separación entre
habitantes y construcciones habitables (habitaciones) se haya doblado con una
separación de diferente naturaleza, la que se establece socialmente entre los
mismos expertos titulados y los que carecen de esa facultad, esto es, el resto
de los mortales. Se trata de un proceso de subjetivación asimétrico, por el
cual aparecen dos tipos de sujetos sociales según el modelo experto-lego. Y no
sólo eso, el arquitecto define al destinatario de su trabajo como habitante de
tal o cual tipo, con un poder proporcional al poder de los espacios
arquitectónicos de moldear las conductas, es decir, mucha.
No
obstante hay que observar que las relaciones entre individuos no son lo primero
ya que se deben a construcciones sociales y agentes colectivos que han
cristalizado en instituciones tales como los colegios de arquitectos, las
escuelas de arquitectura o los órganos administrativos del Estado encargado de
la gestión del territorio, incluyendo la vivienda, así como una variedad de
actores sociales menores con un carácter menos formal. Este es campo social que
ha ido construyendo buena parte de nuestras maneras de pensarnos como
profesionales.
Salvo
raras excepciones esta diferenciación y reparto de papeles sociales no ha sido
comprendida, ni por consiguiente cuestionada. Del mismo modo que la vivienda
(la habitación) se percibe como algo dado, como cosa natural y de toda la vida,
los papeles respectivos de los sujetos sociales arquitecto y usuario de la
arquitectura han funcionado ocultas bajo el manto de la habitualidad.
Las
tres mediaciones indicadas se corresponden con otras tantas dimensiones de las
prácticas imperantes de los profesionales, tal como todavía se siguen enseñando
en la docencia universitaria y siguen rigiendo la mentalidad de la mayoría de
los arquitectos. Definían su actividad en el contexto cultural (los saberes) y
en el contexto social (relaciones de poder), así como el modo en que nos
presentamos subjetivamente frente a los demás sujetos y ante nosotros mismos. Y
al mismo tiempo que nos explicaban como miembros de una sociedad, dotaban de
sentido y legitimidad a nuestro trabajo.
La
premisa de todo este sistema es que hay gente que no sabe y hay gente que sabe,
y ésta es la que debe decidir sobre lo que les conviene a los demás ¿o más bien
esa premisa consiste en que los que tienen el poder son los que deciden quién
debe saber? Saber y poder se remiten recíprocamente y cierran el discurso. Pero
el devenir social lo rompe, lo vemos ahora, cuando el papel de mediador
múltiple del arquitecto (en general de las demás profesiones) está en crisis.
El
habitar deja de ser un derecho de todo ciudadano garantizado por el Estado
porque éste (como instancia semiautónoma que de alguna manera se ocupaba de los
intereses generales) desaparece. Entonces se quiebra el armazón jurídico que
proporcionaba estabilidad y seguridad a la profesión, a la vez que su mismo
saber se devalúa y banaliza, o bien queda reducido a una instrumentación
técnica cada vez más automatizada. Otros agentes le desplazan de su posición de
mediador ente el usuario y la habitación (pero sin que la bipolaridad
desaparezca, aun quedando profundamente transformada según el modelo
cliente-mercancía). Su papel ya no es necesario. Sufre una crisis de identidad,
se pregunta sobre el sentido de su oficio. Su subjetividad queda rota y
abierta. Ya no valen discursos, es la hora de la acción y de ser diferentes a
lo que hemos sido programandos.
Málaga, 8 de noviembre de 2013, Eduardo Serrano
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