jueves, 20 de marzo de 2014

El poder que es nuestro



En el texto anterior  exponía cómo la función de mediación entre los intereses generales y los individuales que correspondía al Estado ahora la realiza, de facto, la mercancía, provocando un radical cambio de la función social que hasta ahora han desempeñado los profesionales universitarios. Dicho de otra manera, donde antes había ciudadanos, ahora sólo cuentan los agentes económicos (y por lo tanto los individuos sólo en tanto sean productores y/o consumidores: los que entran en las cuentas). 
La crisis de los profesionales, la profunda e irreversible crisis, en especial la que afecta a los arquitectos, se debe tanto a un hundimiento de la demanda de sus servicios como a la disolución de su estatuto social y su desaparición como profesionales semiautónomos.
La enorme demanda debida a la burbuja inmobiliaria permitió que muchos trabajáramos: hubo años en que todos teníamos encargos y elegías trabajar por tu cuenta o en relación de dependencia. Para muchos el camino natural era ejercer bajo el paraguas de otro arquitecto, aprender el oficio y luego independizarte.
La competitividad --doctrina suprema del actual sistema socioeconómico-- exige la desaparición de las cláusulas de ejercicio exclusivo de los saberes. Entonces la aportación de los profesionales en la cadena de valor es capturada por las empresas como un eslabón más de un proceso enteramente comercializado, asumiendo el control integral como resultado lógico. 
Esta cadena compuesta por eslabones que han colonizado las profesionales, con especial empeño en aquellas que generan riqueza, tiene también el agregado de completar estos engarces con muy diferentes tipos de intermediarios que durante el proceso van creando necesidades ficticias pero que --bajo la supuesta supervisión de las tareas y en beneficio del cliente/promotor-- se erigen en garantes del buen hacer, así aparecen los Project Managers, muchas veces sin ninguna formación específica pero prometiendo salvaguardar la limpieza y perfecta organización del proceso. Este mismo rol lo llevan adelante inmobiliarias e incluso despachos de abogados quienes tutelan la cúspide de la pirámide ya que suelen ser el primer contacto con el cliente/promotor, cuando acude a ellos por cuestiones de titularidades y escrituras.
Esta misma descripción se puede atribuir a los casos de gestión urbanística, donde obviamente por las propias características del método para poner suelo a la venta, la posibilidad del enriquecimiento se vuelve exponencial.
Sólo los profesionales que dispongan de un recurso específico que más abajo se menciona, o un importante capital económico, podrán competir con las empresas que cubran la integridad o parte importante del ciclo inmobiliario (desde la obtención de la licencia hasta la construcción, incluyendo papeleos varios, pues a los clientes se les ofrecerá soluciones completas «llave en mano»). En ese contexto las empresas de arquitectura podrán aprovechar la tendencia general a externalizar servicios especializados por parte de otras empresas relacionadas con el negocio inmobiliario. 
Una minoría de arquitectos se convierten en empresarios, lo cual se confirma cuando vemos que su trabajo se centra cada vez más en organizar el desempeñado por otras personas y en las relaciones con el amplio conjunto de instituciones, empresas y agentes implicados en la promoción inmobiliaria, incluyendo la oscura labor de «conseguidor» por sus conexiones con el estamento político. El capital social es precisamente ese recurso especial, que ahora sustituye como medio de producción principal al que antes teníamos los profesionales, es decir los conocimientos y competencias específicas. 
A quienes no dispongan ese recurso –las mencionadas relaciones-- les será cada vez más difícil mantener su autonomía económica y profesional. O bien serán asalariados de los arquitectos-empresarios –o de empresas comerciales--, o bien empleados en la administración pública. 
La polarización mencionada no puede tener mejor confirmación que la actual decadencia de los colegios profesionales (según una encuesta promovida en el año 2013 por el Sindicato de Arquitectos, el 37% de los arquitectos no están colegiados[1]) y la aparición de agrupaciones sindicales de clase, que es la manera en que los trabajadores han conseguido defenderse desde hace mucho tiempo.
Pero mucho mejor ejemplo de lo que significa el capital social, al que hemos calificado como medio de producción, es el de la obra pública, que junto a la actividad de edificación, mayor impacto ha tenido en el territorio, además de una gran responsabilidad en la crisis española. Es muy probable que el esplendor de los grandes empresas de obras públicas españolas (fundamentalmente el oligopolio integrado por ACS, Acciona, FCC, Ferrovial, Sacyr-Vallehermoso y OHL), que controlan el mayor de los presupuestos en la inversión del Estado, y que por añadidura ha sufrido pocos recortes[2], se deba en gran medida a los estrechos e históricos vínculos entre todas las instancias implicadas en la promoción o gestión de las infraestructuras públicas: por supuesto el ministerio y las consejerías correspondientes, las empresas constructoras, pero además los colegios de Ingenieros de caminos, la Universidad, así como los laboratorios y centros de auditoría técnica. El que la crisis apenas les haya afectado muy probablemente también se debe a que forman un espacio muy alejado de los ciudadanos.
La falta de trabajo digno obliga a explorar salidas laborales inéditas. Esto representa a la vez un acicate para el trabajo creativo y autónomo (aunque siempre ejercido en difíciles circunstancias) y un peligro. De un modo muy similar a como se producen, por ejemplo, las fases preliminares de la gentrificación, en que la bohemia artística y cultural crea valor y atracción para otras capas sociales en ciertos barrios deprimidos, aunque con intensa vida social, y, por supuesto, prometedores en cuanto la captura de las rentas del suelo debidas a su buena posición en el entorno urbano. Es casi inevitable que así suceda, tanto en lo que respecta a la rehabilitación material de edificios deteriorados como en el plano de la misma profesión, al alumbrar nichos de trabajo nuevos. 
Un caso paradigmático ha sido el esfuerzo por idear, ensayar y poner en marcha soluciones constructivas ahorradoras de energía y respetuosas con el medio ambiente, que al final han favorecido eso que se llama capitalismo verde, con la misma explotación laboral de siempre y que en muchas ocasiones es poco más que una estrategia de marketing. Esto en relación al contexto social, pero lo mismo ocurre en cuanto al efecto de las propias tecnologías, debido a que operan bajo el paradigma maquínico-ideológico del BAU (business as usual): desde que W. S. Jevons[3] estudió el caso del carbón en Inglaterra se sabe que las mejoras tecnológicas relativas a los procesos energéticos incrementan el consumo de la energía, debido principalmente al dinamismo de expansión indefinida que caracteriza al capitalismo.
Pero también suponen la oportunidad para empezar desde otros lugares que no sean los que ya se encuentran bloqueados (mejor sería decir cercados, como propiedades privadas de grandes propietarios, que efectivamente son). La crisis ha deparado la relativa sorpresa de una paradójica abundancia de recursos ociosos o despilfarrados. Empezando por la enorme cantidad de edificios sin uso, tanto de propiedad pública como privada, así como de edificación antigua infrautilizada. Hasta el punto de que suscite la hipótesis, nada descabellada, de que en realidad ya no hace falta construir más, sino recuperar, reparar, reutilizar lo existente, y, claro está, rehabilitar los edificios deteriorados. Eso junto con la tarea que parece cada vez más necesaria: demoler, despejar, restablecer el territorio y reparar los daños infringidos. 
Algo parecido ocurre con los equipos y las herramientas, es muy posible que el enorme parque de medios esté ahora oxidándose en los almacenes. Por otro lado está una pareja magnitud de fuerza de trabajo, gente en el paro o con empleos en condiciones económicas y laborales indignas.
Un ingente trabajo al alcance de todos esos recursos inutilizados, y generador de mucho empleo. Pero hablar de todo esto no deja de ser cotorreos sobre obviedades que nada resuelven. Todos sabemos que existe una masa impresionante de recursos, cuyo aprovechamiento tropieza con dos obstáculos al parecer insalvables. Uno de ellos es el dinero, sobreabundante pero sometido a la lógica implacable de la acumulación y concentración sin fin mediante la escasez artificialmente producida.
El otro impedimento es, si cabe, más grave por ser el factor decisivo, del que depende todo lo demás, incluyendo el asunto del dinero. Se trata del modo en que hacemos las cosas: parece claro que sabemos qué hay que hacer, pero mucho más difícil es saber cómo hacerlo. Y sin embargo ahí los recursos no solamente son abundantísimos (como muestran los numerosos ejemplos de experiencias innovadoras, así como la certeza de que existe una enorme creatividad en la gente más joven) sino que constituyen un auténtico bien común. Es, ni más ni menos, el maravilloso procomún de los saberes y de la inteligencia.
Sin embargo la actualización de esa inmensa potencia requiere de una condición absolutamente necesaria. 
Fácil de adivinar es que nos referimos a nuestra trama de relaciones, al lugar, intangible pero cierto, que vamos construyendo entre todos: es el «entre» del que se hablaba en el anterior texto. 
A lo largo de estos textos se ha venido denominando recurso, medio de producción y también capital social. Pero al hacerlo de este modo asalta la duda de si, al emplear estos términos, típicos de la pseudociencia económica, pudiéramos reducir y empobrecer lo que significa la dimensión social e incluso territorial a lo puramente económico, incurriendo así en el modo de pensar del que justamente deseamos liberarnos. 
Existe un exceso de sentido, un plus de significación en relación con el lenguaje economicista (que hablándolo nos habla), un exceso no cuantificable, que es lo propio de la vida en común como creación continua. No sólo respecto a nuestros colegas profesionales, también respecto a los usuarios de nuestro trabajo, y más allá, al mundo entero. 

Ese es nuestro poder.

En Málaga, 17 de marzo de 2014, Eduardo Serrano y Alicia Carrió

[2]      Datos en la página 116 de: SEGURA, Paco. Infraestructuras de transporte, impacto territorial y crisis. En Observatorio metropolitano de Madrid (editores). Paisajes devastados. Después del ciclo inmobiliario: impactos regionales y urbanos de la crisis. Descargable en http://www.traficantes.net/sites/default/files/pdfs/Paisajes%20devastados-Traficantes%20de%20Sue%C3%B1os.pdf [última consulta 27 de febrero de 2014]. Madrid: Traficantes de sueños, 2013 (p. 77 a 122) 
[3]      En http://es.wikipedia.org/wiki/Paradoja_de_Jevons [última consulta 27 de febrero de 2014]

viernes, 7 de marzo de 2014

El capital como poder «entre»

Con este texto me interesa comenzar a considerar la segunda de las mediaciones que los arquitectos y otros
profesionales han ejercido entre los intereses particulares y los generales, en su función de semidelegados del
Estado (ver artículo anterior Los arquitectos y la alienación del habitar).

Si los dos textos anteriores se dedicaban a los saberes, con el presente el asunto es el poder. En el próximo
artículo se examinará esta misma temática en el caso particular de la arquitectura.

Habitualmente se entiende que el poder supone una relación desigual, de imposición sobre algo o alguien.
Pero cabe imaginar otro tipo de relacion, en este caso la mediación: un poder que interactúa entre dos
agentes a los que condiciona. Ese poder crea un vínculo entre producción y consumo oficio del comerciante através de la mercancía, que no se reduce a un intercambio económico, pues es también social, en cuanto a que puede influir en la subjetividad (o directamente: producirla) en la asignación de roles sociales. Los individuos serán, según el momento, sujetos productores o sujetos consumidores, de acuerdo a su relación con la mercancía, que ya no depende de ninguno de ellos, sino del sistema económico en el que la mercancía adquiere sentido.

Es antigua la categorización de la economía como saber social, es decir relativo a cierto tipo de relaciones entre las personas. Éste es el saber propio de los empresarios, del que ya da noticia Adam Smith al proponer el célebre ejemplo de la fabricación de alfileres1, una verdadera tecnología social, aplicada primeramente en la organización de los trabajadores en la producción industrial, que establece jerarquías, secuencias y ritmos, así como los cometidos de las piezas humanas, controlando así las conductas en el espaciotiempo laboral.

Mucho tiempo después nace el marketing como el equivalente de esa tecnología social aplicada a la
producción, pero ahora dirigida al consumo, aunque con características muy diferentes. Aquí lo que se
gestiona no es ya la disciplina sino el deseo.






La lógica económica como principio de gobierno y organización social

De acuerdo con esto son muchas las actividades humanas que se pueden calificar como de producción o de
consumo, en estricto sentido económico, de manera que cubren un creciente espacio y tiempo en el ámbito social, determinando los modos de vida y las mentalidades. Por tanto no debe extrañar que sea la lógica económica la que ahora cuando todo parece ser producción o consumoreclame su primacía sobre cualquier otra consideración acerca del funcionamiento social, supeditando todo saber a sus métodos y objetivos.
En consecuencia, el Estado se supedita completamente a esta concreta lógica económica, reduciendo su
autonomía en dos direcciones:

1. La administración de cosas y personas se realiza de acuerdo con la estrategia económica, convirtiendo
la política en una modalidad de la gestión empresarial.
2. Bienes y servicios son ofertados ahora por el sector privado, al darse por supuesto que el mercado concurrencial y competitivo es el mecanismo de mayor eficacia para asignar y distribuir recursos, acoplando necesidades y satisfactores (pues éstos no son otra cosa que mercancías). Por tanto el gobierno democrático, con sus costes, burocracias y partidos políticos, ya no es necesario.

En consecuencia las relaciones entre personas se resuelven directamente de unoconuno, la sociedad queda reducida a una suma de individuos y desaparece lo colectivo (y el interés general). El mercado entonces se postula como “el modelo privilegiado” de cómo debe organizarse la sociedad. Y la competitividad como la vía idónea (darwinista) para la selección de las mejores ideas, métodos y productos, los mejores trabajadores y empresas. ¿Pero qué pasa cuando hay una extrema desigualdad entre trabajadores y, cuando la debilidad o limitación del poder negociador de una parte es inducida por la otra parte, es decir cuando un  mismo agente controla oferta y demanda(2)?
La tendencia a que la medida de todo valor sea el dinero hace que, en el cálculo del empresario, sea prioritaria la cuenta de resultados mu a menudo con un horizonte temporal de corto plazoasimilándo lo que es laboralmente competitivo a la rebaja de los salarios. Por ello un nutrido conjunto de profesiones que antes se tenían por necesarias para el bien de la población, no son ahora competitivas en el mercado laboral ¿a qué empresa le interesa una licenciada en humanidades o un medioambientalista hoy en España?





Todos enemigos de todos

En el lado del trabajador la competitividad que se predica como eficaz virtud no es la emulación por la excelencia, sino la carrera por ser elegido para un trabajo y poder sobrevivir, para lo cual se hace condición necesaria permanecer en el interior de la sociedadmercado en una lucha donde todo vale perdiendo en esa infernal carrera la condicion de excelencia.

La extrema desigualdad de poder entre la oferta y la demanda del mercado laboral hace que las reglas de la
competitividad no residan en las capacidades o méritos de los que compiten sino que las establecen los
dueños del capital, que a su vez operan bajo la lógica descarnada e implacable de la acumulación indefinida
de dinero. Como cualidad individualista, lo social se convierte en una perversa síntesis: rebaño y jauría de bestias hambrientas.

La precariedad y el desempleo masivos afectan a sectores antes relativamente a salvo, como las profesiones liberales, pues al extenderse la asalarización debido al fin de la función social asignada por el Estado (desaparición de los privilegios de firma y demás y abandono de los servicios públicos dedicados al bienestar social), su actividad la realizan los trabajadores contratados por las empresas, que ahora, como se ha dicho, ofrecen servicios que antes sólo estaban autorizados a satisfacer los profesionales titulados.

El desempleo no es una disfunción del sistema capitalista. El desempleo beneficiará al sector empresarial siempre que esté asegurada la capacidad de consumo (que de momento la cubren los sectores de altos recursos enriquecidos por la crisis y la demanda de los países centrales), y el conflicto social se mantenga bajo control. Dejando aparte la rebaja en los salarios y la postración anímica de los desempleados los perdedores se resignan, nos referimos a un fenómeno al que prestaremos atención en el próximo artículo: parte de la gente desempleada busca maneras de salir adelante, y siempre que sea en el ámbito de la economía capitalista, exploran o inventan nuevos nichos de productos rentables, que posteriormente serán capturados por los agentes propiamente capitalistas, que desharán la unión trabajocapital de los pioneros y restablecerán la partición básica del capitalismo, es decir la disyuntiva de ser o capitalistas o trabajadores.



El capital como conexión universal y su refutación 


¿Y qué es lo que hace a unos diferentes a otros? Fundamentalmente que los capitalistas poseen algo que los trabajadores no tienen: los medios de producción, mediando (y condicionando) entre la fuerza de trabajo y la materia a trabajar.

Se trata de un asunto bien conocido, pero que presenta aspectos muy diferentes cuando ya no se trata de los medios de producción clásicos o industriales máquinas energéticas, sino los típicos de la producción y aplicación de conocimiento, o sea los propios del ámbito propio de los profesionales superiores. La aparición de los instrumentos informáticos ha supuesto que lo que antes eran herramientas bajo el dominio directo de los profesionales y que estaban integradas en sus capacidades personales, especialmente los especialistas técnicos, se «objetualicen» como equipos y aplicaciones a disposición de cualquier empresa.

Sin embargo subsisten aún enormes diferencias entre las máquinas energéticas y las que gestionan
información, en cuanto a producción, disponibilidad, coste, tamaño, flexibilidad, renovación, etc. Está al
servicio de un revolucionario cambio social antes que económico, que tiene su mejor expresión en el cibermundo, donde es perfectamente posible producir, consumir y a la vez conectar estos dos momentos sin la necesidad de un intermediario especializado, ni de la figura del capitalista como organizador.

La red distribuida en el cibermundo, donde cada nodo se comunica con cualquier otro sin pasar por caminos
prefijados o por centros «controladores», no se debe a un diseño tecnológico (en sentido convencional), sino que es la expresión de un profundo deseo social, que encuentra su gozo en la generosidad, en hacer realidad el don como institución social radical, donde solidaridad y autonomía convergen. Ahí es posible una
mediación múltiple en que la información es el vehículo de afectos y cuidados compartidos, dentro y fuera de la red, un auténtico bien común.

Y esto sucede en la misma época histórica en que, por un proyecto totalitario y despiadado, toda criatura debe ser aislada y medida para su transformación en mercancía, en que todo debe ser medio de producción y a la vez resulta marcado con una deuda infinita hacia el capital. Paradógica situación, por cuanto la dependencia es en sentido contrario, la humanidad y el planeta pueden vivir sin el capital, pero éste no puede existir sin la vida. Es como si nos hubieran dicho que necesitamos del capital como los peces necesitan del agua para vivir, justo cuando estamos apunto de empezar a volar.

(1) En http://www.eumed.net/textos/06/asmith1.htm
(2) A eso Iván Illich le puso el nombre de monopolio radical, entonces ni siquiera existe la opción de desistir. En ILLICH, Ivan (1974). Energía y equidad. Desempleo creador. México D.F.: Joaquín Mortiz, Planeta, 1985.

Málaga, 4 de febrero de 2014, Eduardo Serrano y la colaboración de Alicia Carrió

El control del sabrer arquitectónico

En la anterior entrega vimos que la objetivación y posterior captura de las destrezas y conocimientos de los trabajadores, que comenzó con la apropiación de los oficios manuales, alcanza ya a las profesiones de tipo intelectual, y a la misma universidad como fábrica de los saberes mayores. Con el fin de empezar a explorar qué pasa con la práctica de la arquitectura ahora expondré algunas ideas, todavía por discutir y validar, haciendo especial referencia a la vivienda en el espacio urbano edificado, de importancia central para la arquitectura en las actuales circunstancias.

Los objetos del saber arquitectónico se caracterizan por su complejidad y singularidad. De ahí el clásico desempeño del arquitecto como coordinador general de los aspectos técnicos, tipológicos, funcionales, simbólicos, de inserción urbana, etc., y como experto en la singularidad típica de lo habitacional (especialmente en el caso de la rehabilitación de la edificación existente, irreductible a la estandarización... hasta ahora).

Para conseguir productos que remitan a las cosas singulares y complejas (requisito importante para las actuales mercancías, convenientemente alejadas del tipo de producción en masa y homogénea dominante hasta los años 80 : fordismo) ya no basta con fraccionar y recomponer las tareas, es necesario hacer lo mismo con los conocimientos a ellas asociados, es decir repartirlos en dominios disciplinares segregados, cuyos profesionales actúen coordinados bajo una lógica que forma parte de la economía empresarial, muy diferente a la del antiguo profesionaldirector (el arquitecto, por ejemplo). Pasamos entonces de la reproducción de movimientos físicos a la reproducción de conocimientos, de las máquinas energéticas a las máquinas informáticas, del proletariado al cognitariado. Así lo que estaba conectado se separa, para volverse a conectar, pero ahora como conjugación (conyugación, bajo un mismo yugo).

Mi hipótesis es que el control de la disciplina arquitectónica como de otras muchas disciplians relacionadas con el diseño del entorno artificialpasa por una partición primaria:
1) el saber relativo al aspecto físico de la habitación, es decir espacios/formas.
2) el saber relativo a su parte social y subjetiva, usos/funciones.

Ambas partes corresponden a lo que es su momento se conoció como funcionalismo, que operan en los dos ámbitos explicitados a continuación y que a su vez se dividen en varias especialidades.
 
Ámbito 1

El propio de las diversas ingenierías, cuyos profesionales trabajan como proyectistas o como empleados de las constructoras y de las empresas que fabrican materiales y elementos de construcción; a ellas se añaden más recientemente las consultorías dedicadas al control de los procesos, desde la redacción de proyectos hasta la ejecución de las obras, mediando estratégicamente entre teoría y práctica.

Y más allá aún, en una dirección cuya importancia todavía no ha sido percibida, la reciente Ley de rehabilitación, regeneración y renovación urbanas, que contempla la colaboración en las actuaciones, además de las empresas de rehabilitación, de las «prestadoras de servicios energéticos, de abastecimiento de agua, o de telecomunicaciones», es decir las compañías que no consideran las viviendas como contenedores de actividades o usos, sino nodos de sus propias redes.

La sistematización exhaustiva de toda actividad humana susceptible de generar beneficios económicos ha tropezado, en lo concerniente a la construcción, con un notorio retraso si se compara con otros sectores industriales. El largo camino ha consistido en la sustitución de materiales y técnicas tradicionales por productos y procedimientos de tecnologías modernas, sujetos a normas y estándares en los que intervienen, cada vez menos, los arquitectos.Lógicamente el interés de las empresas fabricantes es condicionar en su provecho la manera en que se construyen los edificios, y por tanto el trabajo del proyectista.

Por otra parte la componibilidad de los muy diversos materiales y elementos constructivos, así como unas posibilidades combinatorias muy amplias, permite responder a los requisitos de singularidad típicos de la arquitectura. Un paso más lo representa la integración profunda de las herramientas digitales en el proyecto. Su producto más reciente es el diseño paramétrico, modernísima aplicación de lo que ya estaba en el ars combinatoria de Leibnitz, que inspiró los análisis tipológicos de G. Boffrand, a principios del siglo XVIII.

Ámbito 2

Su característica es la disposición de los diversos espacios y su particular conformación para el alojamiento de los usuarios y sus actividades (funciones), que coincidiría con la tarea del arquitecto, tal como desde hace tiempo se entiende en muchos países. Aquí también se ha dado una sistematización, precursora de la automatización, llevada a cabo por los mismos arquitectos, desde las proliferantes leyes y normas de toda clase, hasta las tipologías supercodificadas de la organización espacial de viviendas (el piso, el adosado, el estudio...), cuya concreción en proyectos ha constituido la oscura labor de los delineantes (y ahora arquitectos jóvenes), a menudo con una competencia notable.

En todo caso las teorías de la funcionalidad arquitectónica, pertenecen al mismo ámbito que otras tecnologías sociales relacionadas con el entorno habitable, como la psicología conductista, la ergonomía, e incluso la decoración, que tendrán ocasión de ampliar su espacio de trabajo cuando se proceda a la liberalización total de los servicios profesionales en el altar de los sacrificios de la competitividad.

[Y ahora entramos en una temática más especulativa]. A esto se suman nuevas amenazas, pues este espacio de competencias se sitúa cerca de lo que podría denominarse equipamiento doméstico. La tendencia a separar los elementos estructurales y de instalaciones troncales (infraestructuras pesadas y fijas) respecto a los que conforman el espacio finalmente habitable (superestructuras ligeras, móviles y de fácil manejo), tiene como horizonte la planta de distribución libre (cuyo modelo sería el loft), fácilmente transformable, adaptable a diferentes tipos de usuarios y de unidades familiares, a sus cambios a lo largo del tiempo, a las modas en decoración y los equipamientos audiovisuales y telemáticos. De hecho una de las razones del vaciamiento o demolición total de los edificios en el centro de las ciudades es conseguir unas plantas diáfanas que permitan una amplia libertad en la distribución y equipamiento interior.

Que ese acondicionamiento, tanto en la obra nueva como en sucesivas intervenciones, se pueda llevar a cabo fácilmente sin intervención obligada de los arquitectos nos plantea la duda de si es en beneficio de los usuarios (libres por fin de la injerencia de los arquitectos) o de empresas especializadas, bajo el liderazgo de una disciplina de un tipo muy diferente a la arquitectura y los demás saberes que pueden aducir competencias para este espacio de trabajo: el marketing, encargado de construir estilos de vida. Por ejemplo ¿estamos hablando entonces de flexibilidad o de obsolescencia planificada?

A lo largo de este texto nos hemos referido a ciertos argumentos técnicos que sirven de caballos de Troya para lograr el control de los saberes de los arquitectos y otros profesionales. Pero es oportuno recordar que existen otros modos de poner en práctica esas mismas ideas. Por poner dos ejemplos referentes a los dos ámbitos expuestos: 1) el diseño paramétrico está en la base del fabbing(1), con una potencialidad social formidable que recuerda la que ha supuesto la difusión de la microelectrónica e internet, pero ahora relativa a  los procesos industriales (ya no son bits sino átomos). 2) Por su parte la distinción entre obra pesada y elementos ligeros en la conformación de los interiores desde hace más de 40 años se usa en las promociones de vivienda autoconstruida, tanto de promoción pública como comunitaria.

Y aunque sea adelantar futuros desarrollos: existe una alternativa aún más decisiva, pues frente el discurso defensivo que alerta de la pérdida de competencias facultativas en beneficio de otros profesionales dispuestos a «robarnos lo nuestro», está la opción de componernos con ellos en sujetos colectivos pluridisciplinares y capaces de inventar nuestra autonomía. En vez de lucha competitiva entre dominios corporativos por bienes que se nos presentan como escasos, propongo la federación de saberes que crea abundancia desde la abundancia.

(1). Producción de objetos físicos a escala personal o local según diseños ad-hoc mediante máquinas controladas por ordenadores. Para mayor información ver: http://es.wikipedia.org/wiki/Fab_lab

Málaga, 30 de diciembre de 2013, Eduardo Serrano y Alicia Carrió

Los saberes y los medios de producción

En el texto anterior habíamos propuesto una triple función mediadora por parte de los arquitectos (que con las debidas adaptaciones puede predicarse de muchos profesionales universitarios):
1) Entre conocimientos específicos (teoría) y construcción del espacio habitable
(práctica).
2) Entre objetivos particulares del promotor y el interés general tutelado por el Estado.
3) Entre necesidades de la gente, en cuanto el habitar, y los espacios adecuados a ello.
Las tres mediaciones se remiten y refuerzan entre ellas, legitimando el poder de nuestra
profesión y constituyéndonos como expertos frente a los demás miembros de la sociedad,
con un poder cierto sobre aspectos importantes de su vida. Éso ha durado mientras: 1) los
saberes de los arquitectos, adquiridos a lo largo de una prolongada formación estuvieran
fuera del alcance de otros agentes; 2) hubiera una institución que velara, al menos
nominalmente, por su correcto ejercicio por parte de profesionales con títulos debidamente
homologados; y 3) los arquitectos fueran capaces de enunciar la constelación de conceptos
asociados al término habitar, de modo que tuvieran sentido para la mayoría de la población.
Pero esto está acabando, y ahora lo veremos referido a la primera de estas funciones de
mediación, la relativa a los saberes. Ahora expondré algunas ideas generales y en una
segunda entrega lo concerniente a la arquitectura.
El proceso que ahora nos alcanza es parte de una larga evolución que empezó con la
introducción de maquinaria en las labores más sencillas y con gasto intenso de energía. En
tareas menos simples la segmentación del trabajo de los obreros en operaciones
elementales, de tipo meramente reproductivo, facilitó su sustitución por nuevos
mecanismos. La automatización de áreas de producción cada vez más complejas permitió
prescindir de los operarios especializados con elevados sueldos, así como una implacable
competencia a los artesanos que acarreó su destrucción económica y social. Todo ello
culmina a finales del siglo XIX cuando F. W. Taylor propone su exhaustiva sistematización
mediante la observación y replicación de las destrezas de los operarios, que así se se
convierten en colaboradores involuntarios de su propia ruina. El resultado fue el
estrechamiento de los márgenes de discrecionalidad de los obreros y la consiguiente
marginación de la creatividad autónoma. En cualquier caso una pérdida inconmensurable,
ya denunciada desde mediados de dicho siglo por gente como J. Ruskin y W. Morris.
El caso es que la creatividad, aparte de suponer un regalo para sus destinatarios, es una
garantía de autonomía personal, tanto laboral, por detentar una capacidad no capturable
por un poder externo, como subjetiva (dando sentido a la propia vida, pues el regalo
también se lo hace uno a sí mismo). Pero la creatividad exige ciertas condiciones no
subjetivas para desplegarse, que en su mayor parte no controlan los individuos.
El capitalismo surge como encuentro de dos sujetos sociales: los trabajadores, que solo
tienen sus capacidades personales de trabajo, y los empresarios, dueños de los medios de
producción (máquinas, instalaciones y edificios). Esta desigual situación se explica
parcialmente por la llamada acumulación originaria: una desposesión, a menudo violenta,
de los recursos de los artesanos y los agricultores, en que fue decisivo el cercamiento de los
campos. Y que sigue dándose especialmente en épocas de crisis, cuando se compran a precio
de saldo cantidad de bienes, empresas y títulos que han sufrido fuertes devaluaciones.
Desde el momento en que los conocimientos, las habilidades, el saber hacer son objetivados,
pueden ser reproducidos y acumulados por agentes diferentes a sus poseedores originarios
(aunque estos no los pierden). Por eso es posible considerarlos como un medio de
producción, el más íntimo y preciado de los trabajadores, aunque de una condición diferente
a los demás instrumentos. Ya no puede hablarse de desposesión, sino de transferencia de
valiosa información que se recodifica para formar parte de los diseños técnicos que
posibilitan la fabricación de los medios de producción convencionales.
Entre los beneficiarios de este proceso de formación de nuevos saberes, en parte gracias al
proceso brevemente expuesto, han estado los profesionales superiores, sobre todo los
técnicos, que han ido diseñando y poniendo en práctica los mecanismos sustitutorios del
trabajo humano. Su trabajo «whitecollar
» se realiza en un nivel (que responde a la pregunta
¿cómo se hace?) situado por encima de la producción física (¿qué se hace?). Ahora esta
onda también les afecta, resultando que sus prácticas están siendo acotadas, codificadas,
protocolizadas, homologadas, en gran medida por ellos mismos, lo que hace posible que su
oficio pueda ser controlado desde fuera. A destacar que la acelerada fragmentación en
especialidades con sus correspondientes títulos facilita extraordinariamente el sometimiento
de los profesionales (por encapsulamiento social), y al mismo tiempo socava la consistencia
interna de las disciplinas afectadas (por ensimismamiento y olvido de las referencias
contextuales que dotan de sentido epistémico a cualquier disciplina).
Y finalmente llega a la Universidad, cuando la investigación, la actividad que para cada
profesión supone la producción y reproducción de su propia disciplina, empieza a estar
sometida a la misma presión normalizadora y es puesta al servicio de finalidades que
dictamina la economía empresarial.
Al tener los trabajos de investigación un valor añadido muy superior a los de rango inferior
(según la regla del Notario las actividades con mayor valor añadido son las que menos
energía consumen: los honorarios del notario son desproporcionados en relación con los del
albañil... o del arquitecto1), es decir respecto la rutina profesional de la aplicación práctica
de los saberes, es máximo el interés de las empresas en captarlos mediante las patentes. En
este proceso se corre el riesgo de que la Universidad ponga los medios humanos y
materiales, y que los resultados sean transferidos a las empresas, que hacen de ese bien
común producido socialmente una mercancía monopolizada.
Podemos distinguir tres órdenes de cierres (o cercamientos) cuando los saberes tecnológicos
están directamente bajo el control del capital, herederos de lo que detentaban en exclusiva
los cuerpos profesionales hasta hace algunos años: el cierre jurídico de las patentes y
derechos de propiedad intelectual, ya casi en su totalidad controlados por empresas y no por
sus inventores; el cierre epistémico, relacionado con el tipo de conocimientos que son
precisos para la producción y utilización de cada tecnología; y el cierre operacional, que
determina lo que es posible hacer con los instrumentos y medios de producción, y que con la
informática, se puede convertir en una tiranía sobre los mismos procesos productivos.
Así como la generalización de las máquinas energéticas no es un dato menor respecto la
desaparición del control de los operarios sobre su propio trabajo en nuestro contexto
histórico, cabe preguntar si la irrupción de las máquinas informacionales contribuyen al
mismo proceso en las profesiones superiores. La respuesta es ambigua y compleja. Por
referirnos a una de las cuestiones: por una parte los equipos informáticos son mucho más
accesibles que las herramientas clásicas; pero a la vez han contribuido a que los ritmos
primarios (realización de un trabajo particular) y secundarios (innovación tecnológica) se
hayan acelerado increíblemente, imponiendo elevados estrés a todo trabajador por muy
autónomo que sea. La razón de esto se llama competitividad y dilucidarlo será tema a tratar
en un futuro próximo, cuando hablemos de la tecnología que está en el corazón del otro
saber, el que corresponde al capital (del que este texto también ha hablado, aunque sin
decirlo explícitamente), siendo su objeto, precisamente, la intermediación social.

Málaga, 13 de diciembre de 2013, Eduardo Serrano
traducción de Alicia Carrió
1 En http://crisisplanetaria.blogspot.com.es/2010/04/laregladelnotar

Lo que tenemos. El capital social



Algunas personas me han animado a exponer algunas ideas sobre como percibo la situación de los estudiantes de arquitectura en estos momentos. Aunque son anteriores a la reunión del 18 octubre, creo que son oportunas para alimentar el impulso colectivo que venturosamente emergió en ese primer contacto.

Vivimos una época llena de paradojas. Ahí tenemos millones de viviendas sin habitantes y millones de personas sin vivienda digna. Nunca como ahora ha habido tantos recursos (humanos y materiales), tanto dinero y nunca también tanto desastre.

También es una época ominosa, los del 1% dicen al 99% ¿dónde vais, que hacéis si los gobiernos, los ejércitos, los medios de comunicación, los recursos productivos y el dinero lo tenemos nosotros?

Y sin embargo sí podemos, lo sabemos. No se trata de ilusiones ni de un voluntarismo ingenuo o desesperado. Si ellos tienen el poder nosotros tenemos la potencia.

Durante más de dos siglos se ha venido diciendo: o eres propietario de capital, o eres trabajador, y entonces sólo te queda vender su fuerza de trabajo, es decir venderte tú mismo, y al precio que nosotros digamos. Bien, diréis, eso puede discutirse, dado que también hay mucha gente en una posición intermedia, personas que disponen de recursos suficientes para no malvender su trabajo. Es verdad, pero también lo es que en los momentos de crisis económica esas capas intermedias son laminadas y la polarización social vuelve a ser despiadada.

Eso pasa ahora mismo, es bien sabido. Sólo que esta crisis puede ser diferente. Mi opinión es que estamos en los comienzos de una mutación histórica formidable. Hay muchos signos de esto. Yo me fijo especialmente en el modo en que pensamos, y sus expresiones: las ideas, los conceptos, los nuevos significados de las palabras. Antes, cuando se hablaba de capital se tenía bien claro que más o menos nos referíamos a los factores productivos cuyo valor se puede medir en dinero. Desde no hace mucho, que yo sepa, se habla de otros capitales. Algunos de ellos se pueden convertir en capital económico propiamente dicho; otros no, debido a que no son segmentables, son de todos, no pueden ser propiedad de individuos o empresas. Al margen de la incomodidad de hablar en estos términos, traduciendo todo al lenguaje economicista, y también al margen del escaso rigor de usarlos para referirse a estas cosas, lo interesante es que hay una gran cantidad de recursos a nuestro alcance, como mostraba muy oportunamente el artículo que mandó Álvaro Carrillo sobre la metonimia de los recursos.

Así es el capital social, en la acepción que nos interesa, cuando es referido a ciertas virtudes de la colectividad (como nivel educativo, cohesión social, confianza mutua, eficacia de las instituciones, reciprocidad, solidaridad, creatividad, etc.), que favorecen las iniciativas empresariales. Lo que nos sugieren las teorías sobre el capital social es que existe un factor productivo trascendental, no monopolizable, irreductible a las capacidades de los trabajadores tomados individualmente, un verdadero medio de producción de naturaleza intangible, que a diferencia de los sistemas de organización del trabajo implantados e impuestos por las direcciones de las empresas, es indisociable de la comunidad humana como un todo. La conclusión es que dicha comunidad humana es ya productiva por sí misma, al margen de que su actividad se pueda considerar como económica.

Además de éstas constataciones genéricas menciono, por si alguien desea profundizar en estos temas, ejemplos de cuestiones propias del actual momento histórico que refuerzan la tesis aquí expuesta: el concepto del general intellect, recuperado de Marx, y renovado desde los años 70 (por ejemplo por Paolo Virno); la polinización económica (metáfora propuesta por Yann Moulier-Butang); o los modelos de producción distribuida propios del mundo hacker. A todo ello se suma que la misma actividad de producción de nuevas mercancías se sustenta en gran medida en la captura de esa productividad difusa mediante el coolhunting, las muchas técnicas del marketing y las propias de las redes sociales propietarias en internet, con lo cual se reconoce la existencia de esa potencia primordial que no reside en los individuos, sino en sus relaciones.

Tenemos, pues, una potencia creativa y productiva que no necesitan capital económico. Su fuerza dependerá de la calidad de las relaciones entre nosotros.

Ahora expongo algunas ideas sobre el trabajo interno, el tiempo dedicado al empoderamiento de ls que podríamos seguir con esto. Aunque la Escuela de Arquitectura sea cosa a menudo fastidiosa y a veces odiosa, también podríamos considerarla de manera más positiva, pero no como institución, sino como edificio, justamente como arquitectura, como espacio que propicia el que mucha gente pueda relacionarse de manera presencial, espacio para los cuerpos y sus infinitos lenguajes, también el oral, claro (estaría muy bien hacer un análisis de la escuela como espacio que se habita ¿qué es posible hacer, qué esta permitido o prohibido, qué conexiones entre individuos favorece o dificulta, en qué condiciones?).

No solo es espacio, también es tiempo, un tiempo no presionado por el trabajo (o con angustia por estar en paro), una vez obtenido el título, y previo a éste. Cuando se acaba la carrera nos dispersamos y algo importante se pierde, ese nosotros difuso y cambiante que duró algunos meses o años y que tiene mucha potencia; un capital social en sentido amplio que permitiría preparar un desembarco en la vida profesional más inteligente y menos traumático.

Y con menos riesgos de quedarse como individuos encapsulados e impotentes, que es a lo que se tiende, haciéndose triste realidad lo que decía M. Thatcher: no hay sociedad, solo individuos; es decir no hay capital social, solo lo que tienen los individuos, capacidad de trabajo o capital propio (dinero, bienes, reputación, influencias personalizadas).


Eduardo Serrano, 30 de octubre de 2013

Los arquitectos y la alienación del habitar



En el momento presente hay tres movimientos sociales pujantes, la marea blanca (sanidad), la marea verde (docencia) y la Plataforma de afectados por las hipotecas, la PAH. En las dos primeras se está dando un proceso muy interesante de acercamiento entre las personas a las que se destinan las prestaciones de salud o la enseñanza y los profesionales de cada ramo. Pero esto no acontece en el caso de los arquitectos y demás profesionales relacionados con la vivienda. Y eso a pesar de que su situación laboral por el hundimiento de la actividad inmobiliaria es peor que la de los sanitarios y enseñantes.

La crisis de estas y muchas de las demás profesiones de grado universitario es irreversible, todas tienen parecidas causas, debido a que su estatuto social está disolviéndose.

Nuestra profesión, tal como la conocemos todavía hoy, tiene sus orígenes en las iniciativas que los Estados borbónicos emprendieron hace casi tres siglos. Dos importantes principios básicos han perdurado hasta hoy: el que los beneficios del saber arquitectónico llegaran a toda la población; y la consiguiente necesidad de que toda edificación cumpliera con los preceptos de la arquitectura, por lo que debería contar con el correspondiente aval de los que poseen dicho saber. De ahora en adelante el conocimiento de dicho saber no se adquiere por transmisión de los que lo hubieran practicado en cada localidad, sino mediante su enseñanza reglada y centralizada (en Madrid), impartida por los miembros de la Academia.

El Estado burgués hizo suyo este programa. Así se aplicó en controlar la actividad arquitectónica mediante un cuerpo de profesionales que ostentarse en exclusiva la facultad de decidir sobre aspectos cada vez más minuciosos de la habitación de las gentes, sirviendo al modo de órganos descentralizados del Estado. Como consecuencia los arquitectos han venido desempeñando como intermediarios en diversos ámbitos (lo que también caracteriza a muchos de los titulados universitarios), que se corresponden con tres tipos de relaciones.

En primer lugar en el interior de su disciplina o saber: el acoplamiento entre teoría y práctica, entre lo que se dice que deben ser las cosas y lo que efectivamente se hace, entre las ideas y el mundo real, entre conocimientos tecnológicos y la conformación física del espacio habitable.

Si ahora consideramos su función social, vemos otra mediación, entre lo público y lo privado, que se manifiesta como ajuste entre las disposiciones de obligado cumplimiento para preservar el bien general y la conveniencia de los usuarios. Pero esa relación entre Estado y ciudadano es antecedida desde mucho antes por otra diferente, la que introduce el promotor particular, debido a que la vivienda es también una mercancía desde antiguo. E incluso desde una orientación reformista social se le adelanta, en el caso del alojamiento para la clase obrera, con fórmulas que tendrán fuerte influencia en la arquitectura. En realidad la vivienda rara vez ha dejado de ser una importante pieza estratégica al servicio del poder económico, aunque haya sido promovida por los poderes públicos. Durante un tiempo largo el arquitecto ha ejercido una función mediadora específica, en lo que respecta al habitar, entre las instancias de poder, político o económico, y los usuarios. Él mismo pertenece a la clase media. Sin embargo, a medida que más partes de la disciplina de la arquitectura son codificadas para su gestión rutinaria por parte de las empresas, la posición de mediador social del arquitecto decae, a la vez que se precipita hacia la precariedad laboral social.


En tercer lugar, y de ahí la legitimidad social que ha podido tener esta profesión, los arquitectos se han presentado como lo profesionales capacitados para que los espacios habitables respondan adecuada y dignamente a las necesidades de las personas en tanto que habitantes. Expertos, por tanto, en un rango importante de satisfactores de necesidades humanas.

Para que exista una mediación antes se ha habido producir una separación, aunque el agente mediador se presente como benéfico (y sincero muchas veces) vector de conexión. Y resulta que nuestra profesión se ha edificado sobre esa separación-conexión entre espacios y necesidades. Por imperativo legal los arquitectos titulados han detentado en exclusiva la facultad de mediar entre los usuarios y la arquitectura como hecho físico; se trata del elemento que con fuerza de ley ha protegido su particular poder, siempre justificado por la posesión de un saber especializado y socialmente necesario.

Pero existe otro factor, no jurídico, que contribuye a que esa separación entre habitantes y construcciones habitables (habitaciones) se haya doblado con una separación de diferente naturaleza, la que se establece socialmente entre los mismos expertos titulados y los que carecen de esa facultad, esto es, el resto de los mortales. Se trata de un proceso de subjetivación asimétrico, por el cual aparecen dos tipos de sujetos sociales según el modelo experto-lego. Y no sólo eso, el arquitecto define al destinatario de su trabajo como habitante de tal o cual tipo, con un poder proporcional al poder de los espacios arquitectónicos de moldear las conductas, es decir, mucha.

No obstante hay que observar que las relaciones entre individuos no son lo primero ya que se deben a construcciones sociales y agentes colectivos que han cristalizado en instituciones tales como los colegios de arquitectos, las escuelas de arquitectura o los órganos administrativos del Estado encargado de la gestión del territorio, incluyendo la vivienda, así como una variedad de actores sociales menores con un carácter menos formal. Este es campo social que ha ido construyendo buena parte de nuestras maneras de pensarnos como profesionales.

Salvo raras excepciones esta diferenciación y reparto de papeles sociales no ha sido comprendida, ni por consiguiente cuestionada. Del mismo modo que la vivienda (la habitación) se percibe como algo dado, como cosa natural y de toda la vida, los papeles respectivos de los sujetos sociales arquitecto y usuario de la arquitectura han funcionado ocultas bajo el manto de la habitualidad.


Las tres mediaciones indicadas se corresponden con otras tantas dimensiones de las prácticas imperantes de los profesionales, tal como todavía se siguen enseñando en la docencia universitaria y siguen rigiendo la mentalidad de la mayoría de los arquitectos. Definían su actividad en el contexto cultural (los saberes) y en el contexto social (relaciones de poder), así como el modo en que nos presentamos subjetivamente frente a los demás sujetos y ante nosotros mismos. Y al mismo tiempo que nos explicaban como miembros de una sociedad, dotaban de sentido y legitimidad a nuestro trabajo.

La premisa de todo este sistema es que hay gente que no sabe y hay gente que sabe, y ésta es la que debe decidir sobre lo que les conviene a los demás ¿o más bien esa premisa consiste en que los que tienen el poder son los que deciden quién debe saber? Saber y poder se remiten recíprocamente y cierran el discurso. Pero el devenir social lo rompe, lo vemos ahora, cuando el papel de mediador múltiple del arquitecto (en general de las demás profesiones) está en crisis.

El habitar deja de ser un derecho de todo ciudadano garantizado por el Estado porque éste (como instancia semiautónoma que de alguna manera se ocupaba de los intereses generales) desaparece. Entonces se quiebra el armazón jurídico que proporcionaba estabilidad y seguridad a la profesión, a la vez que su mismo saber se devalúa y banaliza, o bien queda reducido a una instrumentación técnica cada vez más automatizada. Otros agentes le desplazan de su posición de mediador ente el usuario y la habitación (pero sin que la bipolaridad desaparezca, aun quedando profundamente transformada según el modelo cliente-mercancía). Su papel ya no es necesario. Sufre una crisis de identidad, se pregunta sobre el sentido de su oficio. Su subjetividad queda rota y abierta. Ya no valen discursos, es la hora de la acción y de ser diferentes a lo que hemos sido programandos.


Málaga, 8 de noviembre de 2013, Eduardo Serrano